fecambios
Fecha de publicacion: 2020-08-16
Niño de guerra
Manuel Domecq (1859) tenía apenas seis años cuando estalló en su vida el horror de la Guerra Grande. Desde entonces la breve infan­cia transcurrida en Tobatí –fugaz recuerdo de abra­zos y canciones– quedó flo­tando como una nebulosa afectiva que a veces lo abri­gaba en medio del temor y de las balas, de la incertidum­bre y del hambre.

En el cerco de Humaitá (1868) cayó su padre, y en Piribebuy, un año más tarde, perdió a su madre. Puso el pecho en Acosta Ñu con valentía (la batalla más triste del continente), y a los 10 años era uno de los tan­tos huérfanos errantes, que deambulaban entre las rui­nas de lo que había sido una patria hecha añicos por una Triple Alianza funesta de hermanos invasores. 

Solo, triste y desamparado, podría haberse perdido como otros tantos niños que fueron llevados por los soldados a sus respectivos países, pero Manuel tuvo la buena fortuna de tener una tía muy influyente, que ni bien llegó a Asunción desde el exilio en Buenos Aires, inqui­rió sobre la suerte que habían corrido sus parientes. Concep­ción Domecq de Decoud estaba casada con el segundo jefe de la Legión Paraguaya y no tardó en dar por extraviados a sus sobri­nos huérfanos, los hermanos Manuel y Eugenia Domecq.

No tardaron en presentarse unos soldados a su puerta una noche: 

–Usted busca un sobrino, señora, nosotros lo tenemos– dijeron sin más vueltas, y Con­cepción sintió que le volvía el alma a la sangre. 

–Por favor, tráiganlo, ¡quiero verlo!– exclamó implorante, pero los brasileños demanda­ron el pago del “servicio” de aquella diligencia, y empezó un ida y vuelta de negociacio­nes hasta que al fin quedó fijado en ocho libras esterlinas el retorno del pequeño (una for­tuna en aquel momento). 

Manuel no conocía a la señora que lo abrazó inundándolo de lágrimas, pero sus ojos estalla­ron en luz cuando al fin pudo ver a su hermana. Algo del pasado quedaba en ella. Algo de aque­llos años perdidos en la guerra. Muy pronto, los adultos deci­dieron que sería una buena idea alejar a los niños de esta tierra tan poblada de ausencias, y acordaron que estarían mejor en la Argentina. Se dispusieron a partir sin más espera, pero en el trayecto a pie a la estación de ferrocarril ocurrió lo impensa­ble: Manuel volvió a perderse. Alertado del extravío, el tío que iba a recibirlos utilizó todo el poder a su alcance. A través de una circular dirigida a jefes y oficiales del ejercito aliado, pidieron desesperadamente noticias del niño, hasta que a los cuatro meses ocurrió el mila­gro: Resultó que aquel día de la partida, Manuel había subido al caballo de un oficial brasileño que terminó llevándolo hasta Brasil, donde acabó viviendo con el mismísimo Duque de Caxias, que estaba a punto de adoptarlo. Su tío fue en persona a retirarlo, y recién ahí Manuel pudo instalarse con su familia. 

Asentado finalmente en la Argentina, Manuel se nacio­nalizó en el país hermano, y pronto inició una nueva vida que se colmaría de honores y logros a través de la Marina, donde se alistó al cumplir 18 años. El huérfano de guerra del país mediterráneo se ena­moró del mar de tal manera que triunfó conquistando océanos, explorando los con­fines más remotos de la tierra (fue observador por ejemplo de la guerra ruso-japonesa). Estuvo en Estados Unidos, en Europa, fue contralmi­rante, comandante en jefe de la Escuadra de mar y tuvo a su cargo el acorazado Moreno y el acorazado Rivadavia como vicealmirante. En el gobierno de Marcelo T de Alvear llegó a ser ministro de Marina y fue tan grande su legado que hasta el sol de hoy el astillero que construye submarinos en la argentina lleva su nombre. 

A pesar de los mil méritos enla­zados a su estampa, nunca olvidó al Paraguay de sus amo­res, y cuando llegó de nuevo la guerra en el Chaco de nues­tra patria, apoyó la causa de la tierra de sus padres. Fundó la Asociación Fraternal Pro-Cruz Roja Paraguaya, enviando fra­zadas, alimentos y uniformes. 

Tal vez recordando sus hara­pos raídos, 

El frío de su niñez mancillada, 

El hambre de la guerra de sus dolores. 

El día de su cumpleaños –12 de junio de 1935– una comi­sión internacional presidida por Saavedra Lamas (a quien Manuel Domecq asesoraba) logró finalmente el acuerdo de paz con Bolivia. Por fin el cese de fuego. Y para él sin duda, un júbilo profundo en el alma. 

Manuel Domecq García vivió una larga vida y descansó final­mente a los 92 años en la ciu­dad de Buenos Aires. Los datos de su extraordinaria vida y de su espíritu resiliente han sido extraídos para esta crónica de un valiosísimo material del historiador Luis Verón y de una compilación de Eduardo Nakayama publicada en la Aso­ciación Cultural Mandu’arã. En este día del niño, en memoria de los heroicos combatientes. Ilus­tración: Yuki Yshizuka.



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